Mi historia
( 1894 )Nota del Editor. [El texto que sigue fue escrito, sin ayuda de ninguna clase, por una niña ciega y sorda de doce años de edad, y posteriormente dado a la imprenta sin cambios.]
¡La mente, la mente sola
es luz, esperanza, vida y poder!
Nací hace doce años, una luminosa mañana de junio, en Tuscumbia, una ciudad pequeña y agradable situada en la zona norte de Alabama. El comienzo de mi vida fue muy simple y muy similar al comienzo de cualquier otra pequeña vida, puesto que, cuando vine a vivir por primera vez a este hermoso mundo, yo podía ver y oír. Pero no reparé en nada en mi nuevo hogar durante varios días. Me encontraba muy contenta, en los brazos cariñosos de mi madre, y sonreía como si mi pequeño corazón estuviera lleno de los más dulces recuerdos del mundo que acababa de dejar.
Me agrada pensar que vivía con Dios en un hermoso Algún Lugar antes de llegar aquí; por eso siempre supe que Dios me amaba, aun cuando hubiera olvidado Su nombre.
Pero cuando empecé a fijarme en las cosas, una alegría maravillada se reflejaba en mis ojos azules. Me quedaba mirando el cielo azul, bello y profundo, tendía mis manitas a los dorados rayos de sol venían a jugar conmigo al escondite. Así transcurrían mis horas felices cuando era un bebé. Crecía, y reía, como todos los recién nacidos.
Entretanto, me habían dado un nombre. Me llamaron Helen, porque Helen significa luz, y a mi madre le agradaba pensar que mi vida estaría llena de la claridad del día.
Los recuerdos que tengo de mi temprana infancia son, desde luego, muy imprecisos. Tengo un confuso recuerdo de largos días de verano con muchísima luz, y las voces de los pájaros cantando a la luz del sol. Creo acordarme, como si fuera ayer, de haberme perdido en un inmenso palacio verde, donde había flores hermosas y árboles fragantes. Me hallaba debajo una planta alta y dejaba que sus pimpollos descansaran sobre mi cabeza de cabello ensortijado. Veía pequeños copos de luz revoloteando entre las flores; supongo que serían pájaros, o acaso mariposas. Oí que me llamaba una voz que yo conocía bien, pero, por pura travesura, no le contesté. Me sentí feliz, sin embargo, cuando mi madre me encontró y me llevó de vuelta en sus brazos.
Descubrí la verdadera forma de caminar el día en que cumplí un año, y durante los radiantes días de verano que siguieron no permanecí quieta ni un minuto. Mi madre me miraba orgullosa y feliz mientras yo iba, venía, reía, jugaba y balbuceaba. Yo era su única hija y ella creía que nunca antes había existido otra bebé tan hermosa como su pequeña Helen.
Después, al caer la tarde, cuando mi padre volvía a casa, yo corría hasta el portón para recibirlo y él me alzaba con sus fuertes brazos, me despejaba la cara echando atrás mis rizos ensortijados y me besaba muchas veces diciendo: “¿Qué ha hecho hoy mi mujercita?”.
Sin embargo, el más luminoso de los veranos tiene al invierno pegado a los talones. En el frío y desapacible mes de febrero, a los diecinueve meses de edad, contraje una grave enfermedad. Aún conservo recuerdos confusos de aquella enfermedad. Mi madre estaba sentada junto a mi camita y trataba de aliviar mis gemidos febriles mientras rezaba en el fondo de su corazón angustiado: “Padre que estás en los Cielos, sé misericordioso con la vida de mi bebé”. Pero la fiebre subió y ardió en mis ojos, y durante varios días mi buen médico creyó que me moriría.
Pero una mañana temprano la fiebre se fue tan misteriosa e inesperadamente como había llegado, y yo me hundí en un sueño apacible. Entonces mis padres supieron que viviría y se sintieron muy, pero que muy felices. Durante un tiempo después de mi restablecimiento, no se dieron cuenta de que aquella fiebre cruel me había arrebatado la vista y el oído; se había llevado toda la luz, la música y la alegría de mi pequeña vida.
Más tarde cayeron en la cuenta de la triste verdad, y la idea de que su hijita nunca más vería la hermosa luz ni oiría las voces que amaba llenó sus corazones de angustia.
Pero yo era demasiado joven para percatarme de lo que había sucedido. Cuando me desperté y encontré que todo estaba oscuro y silencioso, supongo que pensé que todavía era de noche, y debí de preguntarme por qué el día tardaba tanto en llegar. Poco a poco sin embargo, me habitué al silencio y a la oscuridad que me rodeaba y me olvidé de que alguna vez había sido de día. Olvidé todo lo que antes había, excepto el tierno amor de mi madre. Muy pronto también se quedó callada mi voz infantil, porque había dejado de oír los sonidos.
¡Pero no todo estaba perdido! Después de todo, la vista y el oído no eran más que dos de las hermosas bendiciones que Dios me había dado. El más valioso, el más maravilloso de Sus dones seguía siendo mío. Mi mente se mantenía clara y activa, “aunque la luz huyó para siempre”.
En cuanto volví a tener fuerzas, empecé a interesarme en lo que hacían las personas que me rodeaban. Me pegaba al vestido de mi madre mientras ella iba y venía por la casa haciendo sus tareas domésticas, y mis manitas sentían cada uno de los objetos y observaban cada movimiento, y de esta manera aprendí muchísimas cosas.
Cuando me hice un poquito mayor sentí la necesidad de tener algunos medios para comunicarme con los que me rodeaban y me puse a inventar signos que mis padres y amigos pudieran entender fácilmente. Pero a menudo sucedía que era incapaz de expresar mis pensamientos de manera inteligible, y entonces me ponía furiosa y daba rienda suelta a mi rabia.
Por supuesto, mis padres se preocupaban muchísimo por mí cuando me portaba tan mal, y trataron de pensar en alguna forma de educarme. Al final decidieron que debía tener una maestra. Mi padre escribió una carta al señor Anagnos, el director de la institución donde habían enseñado a Laura Bridgman, y le pidió si podía enviar a una maestra, o alguien parecido, para su hijita. El querido doctor Anagnos contestó que sí. Fue en el verano de 1886. Yo tenía seis años.
Mi hermanita Mildred llegó en el mes de octubre. Un día descubrí una hermosa muñeca (creí que era una muñeca, pero en realidad era una bebé adorable) en la cuna de Nancy. Nancy era una muñeca de trapo grandota, muy mimada y muy maltratada. Al principio yo estaba encantada con la bebé, pero poco después me pareció que me estorbaba, y mucho. Pensaba que el amor y el cuidado de mi madre me pertenecían y empecé a ver e mi dulce hermanita como una intrusa.
Era marzo, antes de que llegara mi Maestra. La tierra empezaba a sentir como su inmenso corazón bullía de vida nueva. Los árboles frutales estaban brotando y en el jardín los sinsontes habían vuelto a hacer sus nidos. ¡Oh, qué bien recuerdo la tarde en que ella llegó! Mi madre me había hecho comprender, de una forma no demasiado clara, que estaba a punto de llegar una dama que tenía algo que hacer conmigo.
Yo estaba en el porche cuando llegó la Maestra. Estaba allí, esperando, desde que mi madre me había dado un beso y se había marchado a la estación a buscar a la dama desconocida. Puedo imaginarlo todo ahora. Allí estaba yo de pie, pegada a la barra de madera del porche, melancólica y pensativa no sabía qué.
Los últimos rayos del sol caían sobre mi cabello y me besaban suavemente en la cara. De repente, sentí pasos que se acercaban; estaban cada vez más cerca; extendí mi manita con ansiedad; alguien la tomó y al instante siguiente me encontraba entre los brazos de mi Maestra. Sentí su rostro y sus manos con curiosidad y dejé que me besara, al tiempo que penetraban en mi corazón sentimientos que no puedo describir.
No podíamos hablarnos; yo no podía preguntarle por qué había venido. Sin embargo, estoy segura de que yo presentía, vagamente perpleja, que algo hermoso iba a sucederme. Sabía que la dama desconocida me amaba, y que su amor haría que mi vida fuese dulce, buena y feliz.
A la mañana siguiente de la llegada de mi Maestra fui a su habitación y la encontré muy atareada deshaciendo su baúl. Me permitió quedarme y ayudarla. Cuando todas las cosas estuvieron en su lugar, me besó amablemente y me dio una muñeca muy bonita. Oh, era una muñeca adorable y delicada, de largos cabellos rizados, ojos que se abrían y cerraban y con un mohín en los labios. No obstante, exquisita como era, tan pronto como mi curiosidad estuvo satisfecha, la dejé en mi regazo sin ocuparme más de ella. Entonces la Maestra me cogió la mano y muy despacio hizo las letras m-u-ñ-e-c-a con sus dedos, a la vez que me hacía tocar la muñeca.
Yo, desde luego, no sabía que los movimientos significaban letras. Pero jugar con los dedos me interesó y traté de iniciar los movimientos, y creo que conseguí deletrear “muñeca” en muy poco tiempo. Luego bajé corriendo por la escalera para enseñarle mi nueva muñeca a mi madre, y estoy segura de que se quedó muy sorprendida y complacida cuando levanté mi manita e hice las letras de muñeca.
Aquella tarde, además de “muñeca”, aprendí a deletrear “alfiler” y “sombrero”; pero no entendía que todas las cosas tuvieran un nombre. No tenía la menor idea de que mi juego con los dedos fuera la llave mágica que más tarde abriría la puerta de la prisión de mi mente y, de par en par, las ventanas de mi alma.
La Maestra había estado conmigo cerca de dos semanas, y yo ya había aprendido unas dieciocho o veinte palabras, cuando el pensamiento surgió como un destello en mi mente, como sale el sol en un mundo dormido. En aquel instante de iluminación me fue revelado el secreto del lenguaje y tuve un atisbo del hermoso país que estaba a punto de explorar.
La Maestra había estado toda la mañana tratando de que yo comprendiera que el tazón y la leche en el tazón se llamaban de manera diferente; pero yo era muy lerda y seguía deletreando “leche” en lugar de tazón y “tazón” en lugar de leche, hasta que mi maestra debió de perder las esperanzas de hacer que yo comprendiera mi error. Al final se puso de pie, me dio el tazón y me hizo salir por la puerta para llevarme hasta donde estaba la bomba de agua. Alguien estaba bombeando y, mientras el agua salía, fría, fresca, la maestra me hizo colocar el tazón debajo del chorro y deletreó a-g-u-a. ¡Agua!
Esa palabra me sobrecogió el alma, que se despertó, plena del espíritu de la mañana, plena de un canto gozoso, jubiloso. Hasta ese día, mi mente había sido una cámara a oscuras, a la espera de que entraran las palabras y encendieran la lámpara, que es el pensamiento. Me alejé de la bomba de agua con un deseo inmenso de aprenderlo todo. Encontramos a la enfermera que llevaba en brazos a mi sobrinito, y mi maestra deletreó “be-bé”. Entonces, por primera vez, me impresionó lo pequeño que es un bebé y su fragilidad. y este pensamiento se mezcló con el de mí misma, y me sentí feliz de ser yo y no un bebé.
Aquel día aprendí un montón de palabras. No recuerdo cuáles fueron todas, pero sí sé que “madre”, “padre”, “hermana” y “maestra" figuraban entre ellas. Habría sido difícil encontrar esa noche a una niña más feliz que yo, acostada en mi camita, repasando todas las alegrías que el día me había traído. Y por primera vez ansié la llegada de un nuevo día.
A la mañana siguiente me desperté con el corazón lleno de alegría. Me parecía que todo lo que tocaba temblaba de vida. Era así porque yo veía todas las cosas con la nueva, extraña, hermosa vista que acababa de recibir. Ya no me enfadé nunca más, puesto que podía entender lo que mis amigos me decían y estaba muy ocupada aprendiendo muchas cosas maravillosas. No estuve ni un momento quieta durante aquellos primeros días felices de mi libertad. Estaba constantemente deletreando, y representaba las palabras mientras las deletreaba. Corría, patinaba, saltaba y daba mil vueltas sin que me importara dónde me encontraba en ese momento. La madreselva colgaba formando largas guirnaldas, deliciosamente fragantes, y las rosas nunca habían sido tan hermosas. Mi Maestra y yo vivíamos fuera de la mañana a la noche, y yo disfrutaba enormemente bajo aquella luz que había olvidado y el sol que había vuelto a encontrar.
No seguía, como ahora, clases regulares. Simplemente aprendía sobre todas las cosas, sobre los árboles y las flores, cómo absorben el rocío y la luz del sol; sobre los animales, “sus nombres y sus secretos;
cómo los castores hacían sus casas,
dónde escondían las ardillas sus bellotas,
cómo hacía el reno para correr tan veloz,
por qué el conejo era tan tímido”.
Una vez fui al circo y mi Maestra me describió los animales salvajes y los países donde vivían. Di de comer a los elefantes y a los monos; acaricié a un león dormido y me senté encima del lomo de un camello. Los animales salvajes me interesaban muchísimo y me acercaba a ellos sin temor, ya que me parecía que formaban parte del vasto y hermoso país que yo estaba explorando.
La etapa siguiente de mi educación, que recuerdo perfectamente, fue aprender a leer. En cuanto pude deletrear algunas palabras, mi Maestra me entregó unas fichas de cartón que llevaban impresas palabras con las letras en relieve. Aprendí rápidamente que las palabras impresas equivalían a cosas. Disponía de un marco en el cual podía disponer las palabras para formar con ellas pequeñas oraciones; pero, antes de organizar las oraciones en el marco, las construía con los objetos.
Buscaba los cartones que representaban “la muñeca está sobre la cama” y los colocaba encima de los objetos, y de esta manera formaba una oración. Nada me deleitaba más que este juego. Podíamos pasar horas jugando juntas. Cuando en la habitación ya estaba todo dispuesto para formar oraciones, entonces encontraba a la Maestra y le enseñaba lo que había hecho. Luego iba en busca de la Cartilla y buscaba las palabras que ya sabía, y cuando descubría una daba gritos de alegría.
Leí mi primer cuento un día del mes de mayo, y desde entonces los libros y yo somos amigos íntimos y compañeros inseparables. Ellos han creado a mi alrededor un mundo resplandeciente de pensamiento y belleza. Ellos han sido mis fieles maestros en todo lo que es bueno y hermoso. Sus páginas me han transportado a épocas antiguas, ¡y me han mostrado Egipto, Grecia, Roma! Me han presentado a reyes, héroes y dioses, y me han revelado pensamientos extraordinarios y grandes hazañas. ¿Es como para extrañarse, entonces, de que los ame?
Me gustaría contar cómo me enseñaron a escribir y me explicaron la aritmética básica, pero mi historia se extendería demasiado. Ahora quisiera describir la primera Navidad que descubrí. ¡Oh, fue una Navidad tan, pero que tan feliz! Ningún niño de la tierra habría podido ser tan feliz como lo fui yo. Antes de la llegada de mi Maestra no sabía lo que significaba la Navidad, y cada uno de los miembros de mi familia procuró hacer de mi primera Navidad una fiesta memorable.
Todos me prepararon sorpresas, y el misterio del que rodearon sus regalos fue lo que más me divirtió durante los últimos días de diciembre. Mi madre y mi Maestra daban la impresión de estar siempre tramando secretos, que fingían esconder en cuanto me veían. Me entusiasmaba cada vez más a medida que se aproximaba el día en que los misterios serían revelados.
¡Llegó, por fin, el hermoso, gozoso Día de la Navidad! Me desperté más temprano que de costumbre y fui volando a la mesa donde me habían dicho que Santa Claus dejaría sus regalos. ¡Allí estaban! ¡Sí! ¡Y qué regalos! ¡Qué regalos! ¡Cómo describirlos! Había un canario de verdad en una jaula, una muñeca preciosa en una cuna, un baúl lleno de tesoros, un hermoso juego de platos y muchas más cosas maravillosas.
Fue un día lleno de alegrías de principio a fin, y siempre pensaré que fue la Navidad más dichosa de mi infancia. El siguiente acontecimiento importante de mi vida fue mi visita a Boston. Nunca olvidaré todo lo relacionado con este feliz suceso, los preparativos, la partida con mi Maestra y mi madre, el viaje y, por último, la llegada a la hermosa Ciudad de los Buenos Corazones una mañana de finales de mayo.
Durante las largas tardes de invierno, sentadas las dos al calor de la chimenea, mi Maestra me había hablado de su hogar, allá lejos, en el norte, y de sus queridos amigos desconocidos que tenía allá y que amaban a su pequeña alumna, hasta que un gran deseo de visitar Boston empezó a crecer con fuerza en mi corazón. Y un día, a modo de respuesta a mi deseo, llegó una amable carta del señor Anagnos en la que nos invitaba a mi madre, a mi Maestra y a mí a pasar el verano con él.
La invitación fue aceptada y se fijó la fecha de nuestra Partida para mediados del mes de mayo. Los días de mi impaciente espera me parecieron infinitos, pero se acabaron por fin, y me encontré sentada al lado de mi Maestra en el tren, haciéndole un montón de ansiosas preguntas mientras marchábamos a toda velocidad.
Permanecimos unos días en Washington visitando los lugares de interés, y aprendí muchas cosas sobre el gobierno de nuestro país. Vi al Presidente (Grover Cleveland) y los hermosos jardines de la Casa Blanca. Fue allí, también, donde conocí a mi querido amigo el doctor Bell. Se me acercó y más tarde me envió un elefante de juguete que me divirtió muchísimo.
Pero, si bien disfrutaba de mi estancia en Washington, me sentí muy contenta de reanudar nuestro viaje, y más contenta todavía cuando el tren se detuvo y mi Maestra dijo: “¡Esto es Boston!”.
Desearía poder hacer una descripción completa de aquella memorable visita, pues fue rica en acontecimientos y experiencias nuevas y estimulantes. Pero me llevaría mucho tiempo y temo que mi historia ya sea demasiado larga, de manera que sólo mencionaré, aunque no estén relacionadas entre sí, las cosas que más me impresionaron.
Participaba con los niños ciegos en todas sus tareas y juegos, y hablaba continuamente. Me encantó descubrir que casi todos mis nuevos amigos podían deletrear con los dedos. ¡Oh, qué felicidad, poder hablar francamente con otros niños! ¡Sentirme en el vasto mundo como en mi casa! Hasta ese momento, yo había sido una pequeña extranjera, que hablaba a través de una intérprete; pero en Boston, en la ciudad donde había vivido el doctor Howe y donde había recibido clases Laura Bridgman, yo ya no era una extranjera. ¡Estaba en mi casa! Y el sueño de mi infancia se había hecho realidad.
Al poco tiempo de llegar a Boston visitamos Plymouth, y en aquella vieja ciudad, pintoresca y puritana, escuché con gran interés la historia de la llegada de los Padres Peregrinos. Fue mi primera clase de historia. Y unos días después, cuando había subido al monumento de Bunker Hill, mi Maestra me contó cuán valientes y generosos fueron los hombres que conquistaron la libertad de nuestro querido país; mi corazón vibró de emoción y me sentí orgullosa de haber nacido norteamericana.
Pasamos una mañana muy feliz con los niños sordos en la escuela Horace Mann. No se me había ocurrido nunca que podría aprender a hablar como los demás hasta que, aquella mañana, mi Maestra me dijo que estaban enseñando a hablar a los niños sordos. Estaba deseosa de aprender yo también, y, dos años más tarde, en esa misma escuela, aprendí a hablar. Así fue como otro muro, el que separaba mi alma del mundo exterior, fue derribado.
La querida señorita Fuller me enseñó en muy poco tiempo a hacer todos los sonidos que componen eso tan curioso y maravilloso que llamamos habla. Mi madre creía que la voz de su hijita se había perdido para siempre. Pero hete aquí que el Amor la había hallado y traído a casa.
Ahora deseo hablar de mi visita a la costa, ya que fue durante mi estancia en el norte cuando tuve mis primeras impresiones del gran océano. A mediados de julio, después de que mi madre regresara a nuestro hogar, en el soleado sur, mi Maestra y yo fuimos a Brewster, una pequeña y agradable ciudad situada en Cabo Cod, donde pasamos un verano muy feliz.
A la mañana siguiente de nuestra llegada, me desperté muy temprano. Era un hermoso día de verano, el día en que conocería aun amigo melancólico y misterioso. Me levanté y me vestí rápidamente, y bajé corriendo la escalera. Me encontré con mi Maestra en el vestíbulo y le rogué que me llevara al mar inmediatamente. “Todavía no”, me respondió riendo, “primero debemos desayunar.”
En cuanto acabamos nuestro desayuno, salimos a toda prisa y nos dirigimos a la costa. El sendero atravesaba bajas colinas arenosas, y yo, en mi apresuramiento, a menudo tropezaba en las hierbas largas y ásperas y me caía riendo sobre la arena caliente y brillante. El hermoso aire tibio tenía una fragancia peculiar y, a medida que avanzábamos, lo iba notando más fresco y renovado.
De repente nos detuvimos, y supe, sin que me lo dijeran, que el Mar estaba a mis pies. Supe, también, que era ¡inmenso, atroz!, y por un instante me pareció que algo de la luz del sol se había retirado del día. Pero no creo que tuviera miedo, pues más tarde, cuando ya tenía puesto el traje de baño y las pequeñas olas llegaban a la playa y me besaban los pies, gritaba de alegría y me zambullía sin temor en la espuma del oleaje. Pero, desafortunadamente, mi pie tropezó con una roca y caí hacia delante, al agua fría.
Entonces una sensación extraña, espantosa, de peligro, me aterró. El agua salada me entró en los ojos y me impidió respirar y una ola enorme me arrojó a la playa, con tanta facilidad como si yo hubiera sido un guijarro. Después, durante varios días, estuve muy intimidada y no pudieron convencerme de que me metiera en el agua de ninguna manera. Pero poco a poco fui recuperando el valor y, antes de que el verano llegase a su término, lo más divertido del mundo era para mí dejarme zarandear por las olas del mar.
¡Oh, qué horas tan felices pasé buscando hermosas conchas! ¡Qué bonitas eran, con sus formas exquisitas y sus tonos naturales! Y qué grato era estar sentada en un banco de arena y trenzar hierbas marinas mientras mi Maestra me contaba historias del Mar y me describía, con palabras sencillas, que yo pudiera entender, el majestuoso océano y los barcos que bogaban a lo lejos, como aves de alas blancas.
La gente se sorprende a veces de que yo ame el océano, aun cuando no pueda verlo. Pero no pienso que esto sea raro. La razón es que Dios ha sembrado el amor de Sus maravillosas obras en lo profundo de los corazones de Sus hijos, y las veamos o no, en todas partes sentimos como nos envuelven su belleza y su misterio.
Regresé a mi hogar sureño a comienzos de noviembre, con la cabeza llena de hermosos recuerdos y el corazón lleno de amor agradecido por los queridos amigos que tanto habían hecho para que yo fuera feliz.
Transcurrió mucho tiempo antes de que visitáramos nuevamente la hermosa Ciudad de los Buenos Corazones. Proseguí mis estudios en casa, y cada día y cada noche aumentaba mi dicha con cada nuevo conocimiento maravilloso que llegaba hasta mí. No quiero decir, por supuesto, que no estuviera triste alguna vez. Supongo que cada uno de nosotros tiene sus penas. Nuestro querido poeta ha dicho: “En cada vida un poco de lluvia ha de caer”, y estoy segura de que la lluvia es tan necesaria para nosotros como para las flores.
Lloré amargamente cuando oí que mi hermosa perra había muerto, pues yo la amaba con ternura. ¡Oh, Leona era tan valiente y tan mansa! Apoyaba la cabeza sobre mi falda cuando yo la acariciaba, y yo sabía que en sus ojos marrones había una expresión de amor y de dulzura. ¡Cuánto dolor sentí pensando que no volvería a verla nunca más! Pero incluso esa tristeza tenía su lado luminoso.
Cuando los amantes de los perros, en Inglaterra y en Norteamérica, se enteraron de que habían matado a mi perra, lo lamentaron mucho y se ofrecieron generosamente a reunir el dinero para comprarme otro mastín. Entonces supe que la muerte de mi hermosa perra sería un medio de llevar luz y alegría a una vida desconsolada. Escribí una carta a aquellos amables caballeros y les pedí que me enviaran el dinero que se habían ofrecido a reunir; en lugar de comprarme otro perro, lo utilizaría para ayudar a educar a Tommy ( Stringer ).
La historia del pequeño Tommy es muy, triste. La primera vez que oí hablar de él fue durante unas vacaciones en Pensilvania, de visita en casa de unos queridos amigos míos. Tommy se encontraba entonces en un hospital de Pittsburgh. Cuando tenía apenas cuatro años de edad, sufrió una horrible enfermedad que lo privó de la vista y del oído. Su madre había muerto cuando él era aún un recién nacido, y su padre era demasiado pobre para procurarle una educación. De manera que se quedó en el hospital, ciego y sordo, y mudo, y pequeño y sin amigos, todo junto. ¿Podía ser alguien más desdichado?
Cuando regresé a Boston en el otoño siguiente, Tommy seguía ocupando mis pensamientos. Hablé de él a mis amigos, y el señor Anagnos me prometió que, si yo reunía el dinero suficiente para pagar a su maestra y otros gastos, encontraría un lugar para mi pequeño retoño en el hermoso Jardín de los Niños, que el generoso pueblo de Boston había donado a los niños invidentes.
Me pareció algo muy fácil de hacer. Yo sabía que el mundo estaba lleno de amor y de compasión, y que un llamamiento en favor de un niño desamparado obtendría una afectuosa respuesta. Y así fue. Los amantes de los perros dieron comienzo inmediatamente la recaudación de fondos para Tommy, niños pequeños empezaron a obrar en beneficio de Tommy, y personas residentes en estados muy lejanos, incluso en Inglaterra y en Canadá, enviaron donativos de dinero y muestras de simpatía.
En muy poco tiempo se había recaudado dinero suficiente como para sufragar los gastos de Tommy durante un año, y en el Jardín de los Niños hubo él un rincón soleado. En aquella atmósfera de amor, cálida y llena de luz, la florecilla muy pronto aprendió a crecer y se disolvió la oscuridad que hasta entonces envolvía su vida infantil. Así que el amor es lo más bello del mundo. “Amor: ninguna otra palabra que pronunciemos tan dulce y bella es.”
Aquí doy por terminada la pequeña historia de mi infancia. Estoy pasando el invierno en casa, en mi amado sur, la tierra del sol y de las flores, rodeada de todo aquello que hace la vida dulce y natural: unos padres cariñosos, un hermano que es un precioso bebé, una tierna hermanita y la maestra más querida del mundo. Mi vida está llena de felicidad. Cada día me trae una nueva alegría, una nueva muestra de amor de mis amigos lejanos, hasta que en la plenitud de mi corazón dichoso, grito: “¡El amor lo es todo! ¡Y Dios es el Amor!”.
Helen Keller